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Historia 11 - Una misma célula para las dos

(Lau)

Sus dolores de espalda cuando era adolescente, su llanto, el no poder acostarse. Estar yo en mi cama “pidiéndole a Dios” que me pasara a mí lo que le pasaba a ella (sin tener la menor idea de qué era), no podía soportar su sufrimiento.

Después de su primera operación, ver su alivio al poder apoyar la espalda fue la alegría más grande que pude sentir. Estando al lado de ella en la clínica, cuidándola, mimándola, haciendo todo lo que estuviera a mi alcance para verla bien.

Enterarnos de la enfermedad que tenía, sin saber cómo, cuándo, por qué, el no entender; empezar a ver médicos, nuevas operaciones, durante las cuales me iba a una plaza a llorar mientras ella estaba dentro del quirófano, estar pegada a la puerta de Terapia esperando poder verla, tocarle una mano, ser consciente de su fortaleza y sus recuperaciones en pocos días y seguir a su lado día y noche; desde cortarle la comida hasta llevarle regalos pavotes solo para que se riera, bañarla, peinarla, lo que fuera para que se sintiera mejor.

El día que quedó sorda, yo estaba en el barrio Chino buscando una pizarra para que pudiéramos escribirle. Creo que este fue el peor proceso que pude observar en ella, empezar de la nada a construir “su mundo”. Mi angustia al no poder hacer nada; sí, en mí todo era angustia y llanto (me encerraba en el baño de la impotencia sin que me viera). Solo quería estar fuerte para ella, así quería que me percibiera.

Pudo ver el final de la novela que siguió todo ese año: en mi casa yo estaba pegada a la tele y diciéndole lo que pasaba con mis manos, escribiendo, hablando.

Acompañarla al médico, ver cómo se desmayó cuando le sacaron los puntos de una operación, habiéndole preguntado un minuto antes si estaba bien, porque pude notar que no lo estaba, y no llegar a atajarla para que no se lastimara. Correr con la camilla a la Guardia, insultando a la recepcionista para que me dejara entrar con ella; evidentemente, fui insoportable porque pude. Volver a estar tranquila cuando su presión subió, y ella, pidiéndonos disculpas por el mal momento. ¡Ridículo!

Aunque la palabra “perdón” empezó a ser la más usada por ella y detestada por mí cada vez que la decía. Y mi cara se lo demostraba (y lo sigue haciendo).

Saltando muchos momentos, llegó el día en que volvimos a vivir juntas, e intento que cada instante sea bueno, aunque llegue en un estado deplorable del trabajo y ella tenga más pilas que yo.

Ir al súper y comprar cosas que nunca solía comer, traerle la cerveza que le gusta, un par de aros o un perfumito, hacerle el desayuno cuando puedo o que llegue el almuerzo o la cena sin que lo espere. Solo quiero que esté feliz y cómoda. Mover cielo y tierra para que tenga un cumple feliz sin que sospeche el más mínimo movimiento. Y su sonrisa, algo que realmente me completa.

¿Cómo ve un familiar a una persona con esta enfermedad? En mi caso, ya no veo nada, solo a una mujer más fuerte que yo, que tolera cada día su lucha interna, se pone metas que yo no tuve nunca, y las logra. Mi pecho se llena de orgullo al ver su cara de felicidad.

¿Si mi hermana necesita ayuda? A veces, con ciertas cosas, que se resuelven con la mayor naturalidad.

La amo, es la luz en mi vida, mi motor en muchas cosas, el creer que no puedo quejarme porque nada se compara con lo que ella vive hace años.

Y así seguimos juntas, compartiendo, riendo, llorando, gritando, diciéndonos que nos amamos, dibujando corazones con nuestras manos. Rituales que nunca se van a cortar, son nuestros, los inventamos. La verdadera hermandad existe al extremo de que nuestra gente diga que no nos soporta más.

Pero así somos y seremos siempre. Como dice una canción que nos hace reír desde chicas, una misma célula.

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