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Cuando el mundo enmudece

(Florencia Sarratea)

 

Hasta hace unos años, no hablaba de la NF2. No por negación, sino porque siempre la tomé como algo que no tenía nada para destacar. Yo pensaba que “lo máximo” que podía pasarme por esta enfermedad era quedarme sorda. Luego, empecé a tener más complicaciones, y algunos se atrevieron a preguntar. Digo “se atrevieron” porque muchas veces no sabemos cómo manejarnos ante el dolor y el sufrimiento del otro, y lo ignoramos o decimos tonterías. Hace dos años, las dificultades físicas empezaron a ser tantas que me es realmente imposible que el tema no surja en una conversación con alguien cercano. Hoy me pasó que le comentaba a una amiga sobre algo que cociné, y la tercera frase fue que no tenía fuerza para pelar las papas. No porque quiera “hablar de enfermedades”, sino porque tengo tantas afectaciones que no pueden eludirse. Desde aquí, empiezo a contarles sobre mi vida con NF2.

 

Me cuesta detectar cuándo se iniciaron mis síntomas. Desde antes de los diez años, empecé a notar que me era difícil distinguir algunas palabras. Las escuchaba, sí, pero entendía cualquier cosa. Me pasaba, sobre todo, con las canciones. Al inicio de la adolescencia, consulté con algunos otorrinolaringólogos. Solo me mandaron a hacer audiometrías (que, efectivamente, mostraban que mi audición del oído izquierdo no era la normal), y me decían que se trataba de “una lesión en el oído interno que no tenía cura”. También en la adolescencia, empecé a tambalearme un poco al caminar, pero nunca se me ocurrió atenderme con un neurólogo. Creía que solamente era torpeza.

 

En el último año de la escuela secundaria, empezó a dolerme la cintura. Era algo nuevo, nunca había tenido una sensación así, una mezcla de ardor y latigazo tan terrible que, veinte años después, me da escalofríos recordar. El peor momento eran las noches, porque no podía soportar el dolor si me acostaba, así que dormí sentada durante varios meses. Los médicos no me mandaron a hacer más que placas (las resonancias no eran algo habitual todavía), que salían bien; me llenaron de pastillas e inyecciones, que no me calmaban; y le dijeron a mi madre que yo era una adolescente que buscaba llamar la atención: sostenían que el dolor era un invento mío, sí. Creo que tener dolores físicos tan intensos te hace ver la crudeza de la vida de una manera nueva. Seguí con mis cosas (la escuela, mis primeros trabajos), pero la estaba pasando mal. Hasta que a mi abuela le recomendaron a un kinesiólogo muy reconocido, Furman. Me vio y me dijo: “Vos tenés una hernia de disco o un tumor”. ¡¡¡Un tumor!!! Me partí al medio de tanto llorar cuando escuché eso. Me mandó a hacer una resonancia (¡al fin!) y así me confirmaron la hernia de disco y el tumor. La resonancia fue una locura. Imagínense, tenía que estar acostada, y hacía meses que no podía soportar estar acostada. Según lo que me contaron después, en la cintura no se veía nada, y a uno de los médicos se le ocurrió empezar a buscar en la columna, porque quería encontrar algo que explicara mi dolor. Y acertó, porque el tumor estaba en las vértebras dorsales. A la semana, me estaban operando, no conocí al neurocirujano hasta el momento de la cirugía, no me importaba nada, solo quería terminar con ese padecimiento. Cuando me desperté de la anestesia, pensé: “Estoy acostada y no me duele”. Y fui feliz.

 

Todo el pre y el posquirúrgico conviví con problemas familiares complejos, así que estaba pensando en otra cosa, no en que me habían sacado un tumor. El neuro me dijo que era benigno y aislado. La recuperación fue rápida, yo no sabía que así se había iniciado mi historia con la NF2.


Pasaron unos meses, me salió un grano medio raro en un pecho y fui a una dermatóloga. Me aclaró que el grano no era nada. Me preguntó el origen de la cicatriz de la espalda, así que le conté sobre mi “tumor aislado”. Me consultó si tenía más manchitas como la de la parte superior del brazo, le dije que sí, que dos, pero más chiquitas. Y quiso saber si escuchaba bien. Me quedé dura, ¿qué tenía que ver? Cuando le conté de mis problemas de audición, me agarró la mano y me dijo: “No te asustes, pero es posible que tengas tumores en la cabeza. Hacete una resonancia”. Mi impacto fue absoluto. Esa mujer me salvó (y que soy una obsesiva que se ve un grano y va al médico). Me hice la resonancia y, efectivamente, tenía tres tumores en la cabeza: uno en cada nervio auditivo y uno en el parietal derecho.

 

Fui a ver al neuro que me había sacado el de las dorsales. Me dijo que tenía la enfermedad de Von Recklinghausen, que se sabía muy poco de ella y que no había cura. Yo no entendía nada, cada vez que intentaba pensar algo, todo se reducía a “tumores en la cabeza”. Planificamos la operación del acústico izquierdo, donde estaba el tumor más grande, durante meses. Yo trabajaba todo el día, a la noche iba a la universidad (había empezado la carrera de Ciencias de la Comunicación, mi sueño era ser periodista de radio), salía… una vida normal, pero con tres tumores en la cabeza. Un conocido me sugirió que le pidiera opinión al Dr. Diamante, un otoneurocirujano de excelencia, además, muy cálido y sensible. Él me confirmó que había que operar y me dijo que iba a perder la audición que me quedaba en ese oído, cosa que mi neuro no me había dicho. También me aclaró que mi enfermedad no era la de Von Recklinghausen (NF1), sino neurofibromatosis tipo 2 (NF2). Empecé a convivir con varios fantasmas: algunos, tontos, como que iban a sacarme pelo de una parte de la cabeza; y otros, densos, como que iba a morirme. La muerte era cotidiana desde chica en mi historia: a mi abuela le encantaba decirnos a mi hermana y a mí que sus padres nos vigilaban desde el cielo, pero éramos muy pequeñas, hay cosas que para un niño son difíciles de procesar. Y mi papá falleció cuando yo tenía ocho años.

 

Me interné. La noche anterior a la cirugía, me hicieron un examen neurológico minucioso y me hablaron por primera vez de las otras funciones que podían afectarse además de la audición: la parálisis facial, el equilibrio… Me sentí tan abrumada, tan estafada, ¿cómo iban a decirme eso la noche antes de operarme cuando la cirugía se estaba planificando hacía tiempo? Le dije a mi familia que no quería que me operara ese neuro y me fui del hospital.

 

Volví a ver al Dr. Diamante, quería que me operara él. Me mandó a ver al Dr. Salvat, un muy prestigioso neurocirujano, con quien él realizaba las cirugías de neurinoma del acústico. Salvat iba a convertirse en uno de los protagonistas de la historia de mi vida, yo no lo sabía en ese momento.

 

Luego de muchas peleas con mi obra social y gracias a la generosidad de estos médicos, pude operarme con ellos. Pero, antes de la cirugía, más que pensar en ella, mi mente estaba en que mi grupo musical favorito, Soda Stereo, iba a separarse, y en los problemas familiares y económicos que copaban mi vida. La primera operación de la cabeza parecía algo pequeño al lado de todo eso. Con esa cirugía, tal como me había anticipado Diamante, perdí la audición que me quedaba en el oído izquierdo, pero no me importó, porque era muy poca y no notaba la diferencia. La parte difícil fue aceptar mi nueva apariencia, una tremenda parálisis facial a los veinte años, y lidiar con las complicaciones que genera que se seque el ojo y que la córnea empiece a lastimarse porque este no puede cerrarse del todo. Me hicieron tres cirugías para propiciar el cierre. Todo muy incómodo, doloroso y tedioso. Igual, yo seguí con mis trabajos, mi estudio y, lo más importante, empecé a aceptarme y a comprender que lo que me definía era mucho más que una parálisis facial. “Al que no le gusta, que no mire”, pensaba, y me recordaba a mí misma que yo podía con todo. Volví a salir e iba a los recitales con el ojo tapado para cuidarlo. Esta cirugía me inició en la etapa de los procesos de adaptación, que hoy son constantes.

 

Dos años más tarde, el Dr. Juan Guevara (tenía un radar para caer en manos de los grandes médicos) y su equipo me sacaron el meningioma del parietal derecho, que me causaba terribles dolores. Otra vez, yo estaba pensando en otra cosa, en que me había quedado sin trabajo y en cómo pagar la hipoteca de mi casa. Creo que no me daba cuenta de que se venía la segunda cirugía de la cabeza. Fui a internarme con las uñas pintadas de violeta, una residente del equipo se enojó por eso, y bronceadísima. Como para mitigar la apariencia posoperatoria. Esta vez sí me sacaron mucho pelo, pero no me importó, pensaba usar pañuelitos lindos para disimularlo. Cuando me estaban llevando al quirófano, entendí lo que se venía, y recuerdo que dije que no quería pasar por eso de nuevo. Estar otra vez en ese lugar de absoluta soledad y dependencia, que te abran la cabeza, que te toquen los nervios, que tantas cosas puedan complicarse. Y no paraba de llorar. Encima, adelantaron la hora de la cirugía y casi no llego a despedirme de mi abuelo, una de las personas más importantes de mi vida. “Despedida”, con esta cirugía empecé a pensar así el momento previo a entrar al quirófano y a obligarme a concentrarme en determinada persona o cosa mientras me dormían. Como para “elegir” el último pensamiento antes de morir.

 

Salió todo bien y no tuve secuelas. Enseguida el llanto previo al quirófano pasó a ser de nuevo el de los problemas de la vida fuera de la NF2.

Me quedaba un solo tumor en la cabeza y lo controlaba con Diamante y Salvat, los especialistas en el área del octavo par craneal. No obstante, Guevara me sugirió que averiguara por la radiocirugía y que considerara la posibilidad de aprender lengua de señas. Esto último lo descarté, pero sí consulté por la radiocirugía. A Salvat no le pareció una buena opción porque mi tumor ya era grande para eso y porque las secuelas iban a ser las mismas. “Si vas a quedarte sorda, que sea porque te sacamos el tumor”, me dijo. Honestidad brutal, yo confiaba, y confío, plenamente en él.

Pasaron siete años de controles anuales. El tumor del nervio acústico derecho crecía muy despacio. La parálisis facial del lado izquierdo se había aplacado bastante y el ojo no me molestaba siempre, solo por momentos. Cuando las situaciones me lo permitían, me ubicaba de manera tal que mi oído sordo apuntara hacia un rincón y me quedara el otro para abarcar todo el espacio. Me sentía bien. Estaba convencida de que no iban a tener que operarme más y de que, por ende, no iba a quedarme sorda. De hecho, no pensaba mucho en eso, solo en los días previos a los estudios y las consultas con los médicos. Incluso, le pregunté a Salvat qué pensaba acerca de un embarazo en mi caso. “Ni se te ocurra quedar embarazada con ese tumor en la cabeza”, me ¿aconsejó? Honestidad brutal de nuevo, pero luego del impacto, me lo tomé con calma, porque ser madre no estaba entre mis prioridades en ese momento y porque, para mí, la maternidad es un acto de amor absoluto que no depende de transitar un embarazo.

 

En el control de mediados del 2006, se vio un crecimiento importante del tumor. Diamante me habló de la cirugía como algo cercano, me recordó la opción del implante de tronco para recuperar algo de audición. Yo no podía pensar en el implante porque no concebía que pudiera vivir si me quedaba sorda. Mi contexto había cambiado mucho y, ahora sí, ya podía concentrarme en la NF2 sin distracciones. Hice algo que no había hecho desde que era paciente de ellos, consulté a otros médicos. Y todos coincidieron en que estaba en las mejores manos y en que ese tumor tenía que sacarse. Empecé a sentirme mal, a tener dolores de cabeza nuevos y raros, eran como impulsos eléctricos que me dejaban sin aire y tiesa dos segundos, a tambalearme más (un día, al caminar por un andén, me preguntaron si me sentía bien. “Sí, señora, gracias, camino así”, respondí). Mi audición era cada vez peor. Una noche fui a ver una obra de teatro con mi marido y unos amigos y la pasé realmente mal porque no escuchaba prácticamente nada. Estaba sucediendo todo muy rápido. El 14 de diciembre del 2006 fui a ver a Diamante con una resonancia nueva. Me dijo que viera urgente a Salvat. El 15 hablé con la secretaria de Salvat (otra de las personas que se volvieron cotidianas en mi vida) y me dio turno para el lunes 18. Esa noche, fui a visitar a mi ahijada, que estaba dando sus primeras palabras. Y balbuceó: “Te quero, For”. Y yo me emocioné mucho y le dije a su mamá, mi gran amiga, que ya no necesitaba escuchar nada más. Tenía muy claro lo que se venía.

 

El 18 fui a ver a Salvat y me dijo que había que operarme urgente. Yo estaba sola, hacía todo sola, las consultas con los médicos, los estudios. Mientras la secretaria preparaba las órdenes para que pudieran internarme al día siguiente, llamé a mi marido, a mi hermana y a mi trabajo. Almorcé con mi marido, hicimos los trámites en la obra social, fui a la oficina para dejar todo lo más ordenado posible, no sabía cuándo iba a regresar.

 

Me interné el 19 a la noche. Me pasé el día vomitando y antes de salir de casa tuve un momento de no querer hacerlo, de querer quedarme ahí, abrazada a mi marido, y de que no existiera nada más.

 

Llegamos a la clínica y me estaba esperando el motoquero de mi trabajo: una compañera me mandaba un frasco de agua bendita (que todavía conservo). Me estaba esperando una amiga también. Y una vez allí, hice los que serían mis últimos llamados telefónicos. Había mucha gente pendiente de lo que me pasaba, y empecé a valorar de otra manera la forma que tiene cada uno de transmitir sus buenos deseos.

Cuando me estaban entrando al quirófano a la mañana siguiente, le dije hasta al camillero que yo ya no escuchaba de un oído y que no podían dejarme sorda. El instante de despertarme de la anestesia y de descubrirme sorda fue tan desolador que no puedo describirlo. Había llegado el momento que desde hacía diez años pensaba que no iba a llegarme nunca.

 

Estuve varios días internada, fue una cirugía larga y compleja. En Nochebuena, le dije a mi marido que me despertara a las 12 para saludarnos. Lo hizo, pero no lo recuerdo bien. Yo estaba en otra dimensión. No sé si triste o enojada, no sentía. Deambulaba por un limbo mental. Encima de todo, era pleno verano. El calor me hace sentir mal, y ya estaba bastante mal como para que se sumaran motivos. Mi hermana y mi marido compraron un aparato de aire acondicionado sin avisarme. Cuando me dieron el alta y llegué a mi casa y lo vi, me explotó el corazón de la emoción, no solo porque no iba a pasar calor, sino porque esto me permitió empezar a dimensionar cómo se desvive la gente que nos rodea para ayudarnos a pasar mejor ciertas situaciones. Mi marido hacía todo, mi hermana atravesaba todos los días la ciudad de Buenos Aires cuando salía del trabajo, solo para venir a verme y para traerme algo rico para merendar. Empecé a tratar de abrirme un poco, a quitar la vista del punto fijo, a hablar, porque no decía nada de nada. Ellos me escribían todo, intenté empezar a leerles los labios, a ellos y a cualquiera que viniera a verme. Fue un proceso duro, muy duro, y comprendí la motivación que hay cuando uno hace las cosas por el otro. Yo quería estar bien por ellos, por lo que estaban haciendo y sufriendo por mí. Empecé la rehabilitación en un lugar que me recomendaron y que resultó excelente. No podía caminar sola y como se había sumado la parálisis facial derecha a la que tenía del lado izquierdo, me tenían que procesar la comida y me daban agua con una jeringa. Esta nueva parálisis facial desapareció enseguida, solo me quedó afectada la sensibilidad de ese lado de la cara y no puedo usarlo para masticar. “Solo”. Es innumerable la cantidad de cosas a las que nos vamos acostumbrando y cómo ciertos hechos nos ayudan a ir cambiando las prioridades. No se imaginan mi alegría cuando pude volver a beber de un vaso y cuando la comida que me daban no tenía que desmenuzarse primero. Empezaron las complicaciones en el nuevo ojo seco (“otra vez, no”, pensaba), pero como ya tenía la experiencia del anterior, pude prevenir algunas situaciones, y me hicieron solo una cirugía para unir los extremos. (“Solo”, de nuevo). Y cuando me contaron lo que había dicho Salvat al terminar de operarme ese 20 de diciembre (“No sé cómo esta chica estaba viva con eso en la cabeza, podría haber sido un caso de muerte súbita”), empecé a valorar de otra manera todo,  y comprendí que ese día no se había terminado mi vida, sino que había empezado una nueva. El silencio no es tiempo perdido1, dice un tema de Soda. Y, sobre todo, empecé a valerme del humor y del sarcasmo como herramientas, a hacer chistes con mi sordera y con mi situación en general. Pensé en mi sueño de dedicarme a hacer radio, esa ironía de la vida me parecía una terrible y dolorosa burla. A los tres meses, volví a trabajar y un tiempo después ya me manejaba sola para todo, y en transporte público. El desarrollo tecnológico me facilitó muchas situaciones. Ser sorda empezó a ser un detalle. Me costó mucho decir “soy sorda”, lo dibujaba con un “dejé de escuchar”, las palabras tienen mucho peso para mí. Me costó mucho aclararle a la gente que no entendía lo que me estaban diciendo, como si fuera solo mi responsabilidad no poder leerle los labios a quien modula mal. Me di cuenta de que con varios podía mantener conversaciones fluidas y de que a otros, más de ocho años después, no les entiendo nada. Fui a unas sesiones con una fonoaudióloga para mejorar la lectura labial, pero me di cuenta de que no me servían y de que la manera era acostumbrarse a la forma de hablar que tiene cada uno. No aprendí lengua de señas porque mi gente no las usaba, no lo consideré como opción. Lo que sí era muy molesto al principio y, a veces, lo sigue siendo, era que me dijeran que estaba gritando. Como si esa fuera mi intención. Yo siempre trato de hacer sentir cómodo al otro, así que aprendí que si siento mi voz en la cara, significa que estoy hablando fuerte. Igualmente, decirlo es una cosa y ponerlo en práctica es otra. En el marco de una conversación, es extremadamente difícil tener que estar pendiente de eso además de leer los labios de los otros. O en cualquier situación cotidiana en la que uno se maneja espontáneamente, sea un saludo o una reacción. Pero lo intento, siempre lo intento.

Unos meses después de mi vida sorda, anunciaron que Soda Stereo volvería a hacer un recital. Y, ahí sí, todo me superó. Porque esto, que puede parecer pequeño, fue lo que me hizo dar cuenta de que aunque yo hiciera y pusiera todo, había algo que ya no iba a tener, la audición. Igualmente, fui a ese recital, no importaba no escuchar, yo tenía que estar ahí. Y sentí los golpes de batería en algunas canciones, todo era una veloz película muda2, como dicen en una de ellas.

 

Me quedé sorda a los veintinueve años, así que todo me lo imagino con sonido. Recuerdo las voces de mi gente y a quienes conocí después de esta cirugía les asigné una voz. Pienso en música todo el día, suena en mi cabeza, sueño con música. Canto mucho. Soy una sorda rara, como todos los que no somos sordos de nacimiento.

La NF2 es mucho más que la sordera (aunque yo todavía no lo sabía), y cuando el mundo enmudece3 no se acaba. Tengo treinta y siete años. Con el paso del tiempo, mi idealismo fue convirtiéndose en pragmatismo. Detesto el cinismo, la victimización, la queja constante y el calor. Amo la música, leer y comer y beber con disfrute. Disfruto y valoro cada pequeñez que me saca una sonrisa. Soy una fanática del trabajo y de la escritura sin errores. Suelo andar buscando reírme, aprender y mejorar. Estoy rodeada de gente inmensa. Estuve casada trece años con la persona más inmensa que conocí. Abrazo fácil y creo que el amor se hace con la mente. Exijo mucho y soy difícil de convencer. Como consecuencia de la NF2, además de quedarme completamente sorda, perdí mucha capacidad visual porque mis ojos no procesan bien la luz, y prácticamente no veo si estoy al sol o en ambientes muy iluminados. Camino con dificultad por la debilidad de mis piernas y porque me cuesta hacer el movimiento que genera los pasos. Y porque no puedo mantener el equilibrio. Estoy perdiendo fuerza y sensibilidad en las manos. Mi cabeza está llena de ruidos que no existen fuera de ella. Cuando tengo dolores, me hacen sacudir. Ya me sacaron seis tumores y me controlan el crecimiento de más de una decena.

 

Creo que lo más difícil de tener NF2 es que el físico vaya a un ritmo y la cabeza a otro, y que no pare nunca, porque uno tiene que pensar desde que abre los ojos (en cómo va a levantarse para no caerse) hasta que se va a dormir (y los ruidos internos o los dolores no lo dejan). Pero ese mismo funcionamiento de la cabeza es el que puede salvarnos. Haber tomado consciencia de esto significó un gran cambio en mi vida. Empecé a armarme un mundo en el que pudiera estar resguardada de las situaciones que me quitaban toda la energía. Lo otro más difícil, en mi caso, es la paradoja de que a una persona que quiere tener todo bajo control, organizado y planificado le dé una enfermedad de este tipo. El crecimiento de los tumores no puede anticiparse, las situaciones a las que nos tenemos que adaptar no pueden prevenirse. La NF2 es una metáfora de la vida y me enseñó a despojarme de muchas conductas dañinas (la vida podría haber elegido otra manera de enseñarme).

 

Hace un poco más de un año, desde que empezamos con esta construcción cotidiana que es AMANDOS, con la especie de lema de hacer lo que podemos desde donde podemos, la posibilidad de que se llegue a un tratamiento al cual accedan todos es uno de mis motores. Y los motores, en mi caso, son los que me permiten seguir adelante con la vida, que es mucho más que escuchar o no, y está llena de complejidades, cada uno tiene su carga, por eso intento disfrutar y celebrar, porque no morirá lo que debe sobrevivir4.

 

 

Esta fue la primera parte de mi historia con la NF2. Porque ahora sí hablo de ella.

1. Soda Stereo (El rito)

2. Soda Stereo (El ritmo de tus ojos)

3. Soda Stereo (Un millón de años luz)

4. Soda Stereo (Terapia de amor intensiva)

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